Nunca falta el topil que siempre quiere a huevo tener la razón en todo. Igual y ni sabe de lo que habla (la mayoría de las veces) pero ha de meter su cuchara y quererte hacer ver tu error y demostrar, como pueda, que la razón es suya.
Por lo general evito discusiones con gente así de terca (o sea, igual que yo) y les doy el avión. Digo, dentro de mí sé perfecto que soy yo el que está bien, jajajaja. No, de verdad, ¿por qué somos tan tercos? Incluso necios, muy necios.
Creía que la mayor demostración de terquedad que había visto era el clásico borracho que, aunque sin contar con la habilidad del habla ni la del equilibrio (y varias habilidades más), se muestra renuente a evitar manejar su automóvil de regreso a su casa y dejar que alguien más lo lleve. "Estoy bien, no chinguen". Y claro, aunque varios de nosotros creemos tener dominada la técnica del "piloto automático", la mayor de las veces éste tipo de circunstancias terminan en accidente. A veces en tragedia.
¿Por qué, entonces, si sabemos que éstas cosas ocurren y además las vemos ocurrir tan a menudo, las hacemos también nosotros? De dónde sale ese impulso a ser terco, a necear?
¿Por qué, después de darte cuenta que no te saludé, que es evidente que evito cruzar palabra contigo, que todo el mundo se da cuenta que evito incluso mirarte de reojo, por qué, entonces, insistes y has de plantarte junto a mí, querer hacerme la plática o inventas cualquier pendejada para que yo me vea forzado a contestarte? Porque sabes que debo contestarte, es mi trabajo.
Pensé que aquel clásico borrachín necio era el mayor exponente de la terquedad que había visto; hasta que tú entraste en mi vida. No puedo creer lo mucho que detesto tu sola presencia en éstos momentos. Y todo sólo por ser tan necia. Me cagas.
Mejor sé como cualquier gata. Al primer patín que le dan a la muy zarrapastrosa, la pendeja sabe que no le conviene volverse a acercar. Al menos, hasta que le vuelvan a llenar su platito de atún.
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